El queso es uno de los alimentos más prácticos, versátiles y típicamente mediterráneos. Sus primeros registros datan del Egipto antiguo y con toda probabilidad sean anteriores. Esta fuente de proteínas, grasas, fósforo y calcio debe su éxito, en parte, a la flexibilidad de su receta, motivo por el que existen más de dos mil variedades en el mundo. Clasificarlos de acuerdo con su maduración o envejecimiento —quesos de untar, semicurados, añejos, etc.— ayuda a poner orden en este maremágnum.
Por un lado, los denominados frescos o blancos son quesos que retienen gran cantidad de suero y que carecen propiamente de maduración y de prensado. De esta clase son los mozzarella, ricotta, cabrales, etcétera. Una variante de este tipo de queso es el crema o cream cheese, popularizado como Philadelphia por la marca propiedad de Kraft Heinz. Se distingue por su acidez, sabor ligero y textura untable. Estas mismas características se encuentran en productos queseros como el mascarpone.
Los quesos tiernos, en cambio, se curan durante siete a treinta días. Este tiempo de secado es insuficiente para eliminar totalmente su agua, lo que garantiza una consistencia blanda. Por su parte, los quesos semicurados son aquellos que han pasado por una curación de dos a tres meses. A este grupo pertenecen los feta, brie y camembert, por citar solo algunos.
En la categoría de quesos curados, el tiempo de secado o de maduración supera los tres meses, pudiendo extenderse hasta los nueve en función del peso y la variedad. Como ejemplos, destacan el manchego, el cheddar y el roquefort.
Superando los ocho meses de curación, los quesos viejos o añejos se distinguen por su sabor intenso y textura dura y concentrada. La mayor parte de estos productos, como el parmesano reggiano, debe madurar un mínimo de doce meses. En general, se cotiza más caro que el semicurado o el fresco.