No era el trabajo de mi vida pero estaba pasando unos momentos financieramente delicados entre oposición y oposición y decidí hacer caso de mi hermana que trabajaba en un supermercado de cajera. Ella también empezó como “algo temporal” y ya llevaba cinco años. Por eso a mí me daba un poco de cosilla seguir sus pasos…
Al final la cartera pudo más que mis miedos y empecé como cajera, pero me destinaron a un súper diferente al de mi hermana, aunque cercano. Pronto descubrí que el hecho de tener un familiar “en la empresa” no serviría de nada, todo lo contrario: daban por hecho que yo sabía más cosas o ya tenía experiencia.
Los primeros días no fueron del todo mal. Me gustaba ayudar a reponer y organizar las estanterías antes de abrir el supermercado: por aquí las leches y derivados, por allí los cereales, aquí las cervezas… Soy una persona muy ordenada y disfrutaba dejándolo todo perfecto, apetecible para comprar. Pero a la encargada no le hacía mucha gracia mi estilo, ni reponiendo, ni colocando ni cobrando…
Al principio pensé que era su forma de ser, que trataba a todo el mundo igual, pero pronto me di cuenta de que parecía algo personal, aunque no había explicación. Es verdad que al principio me costó un poco adaptarme a la caja, sobre todo en horas punta me ponía un poco nerviosa, pero yo suponía que era algo normal para alguien que acababa de empezar. Para la encargada no: yo debía haber nacido con el arte de cobrar en caja aprendido.
Un día estaba en el estante de leches y derivados y me cayó al suelo un envase. Rompió, un desastre. El compañero de frutería me ayudó rápidamente pero en cuanto llegó la encargada montó en cólera… y se le escapó: me dijo que era como “mi hermana”. Ipso facto llamé a mi hermana y admitió que sí, que también había tenido problemas con ella, pero no quería decirme nada para no mediatizarme. Al día siguiente no volví y a mi hermana le pareció bien: que la encargada endemoniada lo pagará con otra… familia.